Por Franco Cárcamo “Taská, o como llenar este vacío que tengo en el corazón” se propone la histórica tarea de representar lo irrepresentable, aquél enigma que surge luego de pensar sobre el “lenguaje que construye realidades” de Maturana y preguntarse qué ocurre justamente con aquello que el lenguaje no puede construir. Ese abismo que postulaba Séneca cuando escribió que “Las penas pequeñas son locuaces, pero las grandes son mudas”. El montaje, presentado en la sala UPLA con una enorme convocatoria y dirigido por Jesús Urqueta, se trata de una re-lectura de la obra original, seleccionada en la Muestra de Dramaturgia el año 2012 y escrita por Eduardo Pavez, basándose a su vez en “El inspector” de Gogol, que retrata el engaño de todo un pueblo que esconde sus vicios frente a un farsante. Taská también se hace cargo de este engaño, pero con el dolor de una verdad que siempre estuvo ahí, punzando por tanto tiempo que sólo lleva al olvido y a su normalización. A través de una familia que recuerda el cumpleaños de uno de sus hijos asesinado en dictadura, los personajes habitan ese espacio en el que el engaño y el dolor son naturales. La madre, el padre y la hermana abren sus grietas y junto a ello, las grietas de un país que no sólo fue engañado por el “Inspector” que tomó al pueblo, sino por todos los reemplazantes que le siguieron y que prometieron nada más y nada menos que la “alegría”. Los lenguajes del montaje juguetean entre la denuncia sin maquillaje, y los movimientos lentos y medidos, una corporalización de aquél silencio que le sigue a la incapacidad de no poder decir algo o al no existir palabras para aquello que se quiere decir. Silencios largos, diálogos inaudibles, miradas pérdidas, silbidos desesperados que buscan una palabra que aún no se ha inventado, el humo de un cigarrillo que marca el tiempo e innumerables referencias a la taská, concepto ruso que apela a la desolación que siente el alma luego de ser machacada, y que nuestro idioma y nuestra historia, aún no puede nombrar (“Ustedes no tienen tantas palabras para la soledad como nosotros”). El espacio encierra al espectador en la intimidad de una escueta cena de cumpleaños en memoria del hijo asesinado, un ritual catártico separado sólo por una frágil franja de luz, y luego, por un trazo hecho de periódicos e imágenes sobre muertes y desapariciones que forman una biografía aún palpitante y mucho más difícil de traspasar. Sin embargo, una escena particular delata cierta conciencia sobre un espectador, el cuadro del padre y la madre mirando hacia -literalmente- la calle afuera de la sala, convierte la escena en una fotografía emotiva e hipnótica que además rompe con el uso tradicional del espacio, dejando entrar toda la ciudad al ritual de esta familia. El montaje, de un poco más de una hora de duración, trabaja con lenguajes sutiles, diálogos exquisitos y recursos plásticos que logran hacerse cargo de un dolor al que sólo en algunas ocasiones se le da una salida a través de la hermana (personificación de la juventud que hay tras una lucha), pero que en la mayoría de los casos se va arrastrando. Los silencios no son tan abrumadores como para generar tedio, y los signos dispuestos en la obra no la convierten en una pieza imposible de leer, más bien, una simple reseña adjunta podría correr el riesgo de agotar la experiencia para el espectador. Sin embargo, los vestigios que quedan a disposición de la audiencia una vez que la obra termina (con la salida de los personajes) se convierten en un eco que, si el espectador lo permite, podría seguir resonando en su cabeza o más bien, extender aquel silencio y quitarle el habla al ser testigo de su derrota.