Por Franco Cárcamo Una obra de danza explora lenguajes que le son propios a su disciplina, por lo que a primera vista, la materialización de estos lenguajes podría parecer un poco hermética para el público cotidiano. Paradójico, por decir lo menos, pues el canal de contenidos es lo corporal, una experiencia con la que todos estamos vinculados de nacimiento. Sin embargo, la exploración de sus potencialidades expresivas nos resulta algo ajena e incomprensible, arrojándonos más bien a este abismo que existe entre nosotros y nuestro cuerpo, como si nos desconociéramos a nosotros mismos, o al menos, a nuestra carnalidad. En esta misma línea, ¿cómo vehicular un mensaje tan contingente y concreto como una crisis medioambiental? Asistimos por tanto, al momento en el que una creación ubicada en el núcleo de la esfera artística, se propone cruzar la línea que la divide de la vida más cotidiana y reconocible por todos. Son Gonzalo Beltrán y Camilo Fernández, los dos miembros del Colectivo de Artes Escénicas Doz (radicado en Santiago), quienes se encargan de montar, crear e interpretar esta pieza da danza nacional en la sala Upla. Reserva, como su nombre lo indica, construye de forma bastante inteligente lo que podríamos considerar como una pequeñísima reserva ambiental: materiales como un trozo de césped sintético y la planta en una maceta, constituyen los recursos mínimos con los que los intérpretes trabajan de forma creativa y eficiente. El césped que pisan es en comienzo la tierra de la que nacen, pero que luego pasa por una serie de transformaciones que implican su reconocimiento, la lucha por él y finalmente, su modificación. La obra es bastante gráfica en un comienzo, recurriendo al nacimiento de la especie como punto de arranque. Sin embargo, el aporte más interesante que hace el colectivo es el cómo lleva la abstracción del cuerpo a su extremo, reduciéndolo a su carnalidad convirtiéndolo en formas que muy de a poco, van adquiriendo representaciones humanizadas que cuando comienzan a moverse, caen más bien en su animalidad. Efecto que por cierto, es fortalecido con el uso de la luz que estiliza y deforma la figuras en sus sombras. Reserva construye un relato que naturalmente termina dividiéndose en capítulos, y que van desde el estado primigenio de la vida, hasta su jerarquización, en la que estos dos seres nacidos frente al espectador, comienzan a batallar por la dominación del otro, del territorio y de la maceta, símbolo de aquella pulsión vital que está todo el tiempo presente, como verdadera protagonista. La interpretación juega constantemente con la oposición y complementación de dos fuerzas, dos cuerpos que en ocasiones funcionan como una máquina orgánica, y que en otras son las dos fuerzas que entran en conflicto. Estas fuerzas son difícilmente reconocibles como humanas, pues el montaje todo el tiempo nos presenta a esta vida en constante evolución, como si en el transcurso del montaje estos personajes fueran adquiriendo una racionalidad aún primitiva y que no termina por constituirse como humana. Los sonidos que a veces lanzan los cuerpos, el descubrimiento de las articulaciones e incluso los golpes que se dan el uno al otro, complementan esta ficción animal que sólo es amenazada por el trabajo de expresión, que en muchas ocasiones parece no acompañar a los movimientos, escapándose de la narración (si es que existiera alguna). El colectivo DOZ construye la acción como una crítica en la que la pulsión humana pareciera decantar naturalmente en la dominación, modificación y finalmente, en la destrucción del medio. Para ello, el guión sonoro y lumínico son parte importantísima del montaje, situando al concepto de la “madre tierra” en una torbellino de luces sintéticas y sonidos industriales, construyendo una atmósfera tan hostil que la vida queda descontextualizada y tan empequeñecida como una planta en una maceta.