Por Rafael Cuevas Bravo Da la impresión que “Acceso”, obra escrita por Pablo Larraín y Roberto Farías, existiera hace ya varios años en el inconsciente colectivo de cierto segmento de la sociedad chilena. Pareciese ser eco de bromas entre amigos, de páginas web, de rutinarios viajes en micro, de malas rutinas de humor transmitidas en televisión. Es la representación de un estereotipo latente que la mayoría de las veces se antoja justificado. En que aquello se problematice, radica parte importante de la calidad de la obra. En “Acceso” vemos a “Sandokán”, vendedor ambulante del transporte público, quien en un monólogo sostenido maravillosamente por Farías, da cuenta de todo tipo de abusos que pueden darse (y se dan) en las instituciones destinadas a la reinserción. Dos modalidades se hilvanan en la obra: la cómica, enfocada en la típica rutina de venta ambulante, tan común en micros de todo el país, y la dramática (también triste y peligrosa), que sigue de forma fragmentaria los horrores de la vida de Sandokán. La puesta en escena destaca por la economía de sus recursos. La iluminación marca la transición entre una y otra modalidad con la misma modestia que caracteriza a la escenografía, la cual brilla por su ausencia en el mejor de los sentidos; nada más que paredes vacías, oscurecidas. No hay donde desviar la mirada: las luces solo destacan al protagonista, en toda su expresión y brutalidad, o bien en la aparente liviandad de la rutina de venta; en cualquiera de los dos casos no hay nada más que luces tenues y sombras privilegiadas que rodean y otorgan un espacio para el movimiento. Sandokán enfrenta a la multitud solo con su vestimenta, algo de alcohol, y los diversos productos que promociona en su rutina. El vestuario reafirma la marginalidad del personaje, la periferia de su trasfondo y la falta de acceso a un país supuestamente desarrollado, que en la construcción de su fantasía deja en la penumbra (aquella misma oscuridad que rodea toda la representación) a sujetos como Sandokán. Mediante la puesta en escena asistimos, de algún modo, a un murmullo, a un secreto a voces, a una fractura social que se cuchichea a espaldas de la luz del sol, a espaldas del resto del país. La forma de representar la renuncia puede parecer descarada: el reconocimiento es casi instantáneo, y la palabra “flaite” circula en seguida en las cabezas de todos de manera inequívoca; tal es la fuerza con que se ha anquilosado en nuestra cabeza este personaje que, desde la seguridad económica, siempre se pinta con humor. Lo genial no es que Roberto Farías sea capaz o no de imitar este estereotipo (se hace cotidianamente y en todos los espacios), lo genial es que encarne, además, el temor y el recelo que suele generar lo marginal, y lo exponga frente a un público que, dada la disposición espacial de los asientos, está frente a frente con la amenaza. El temor se palpa, se hace real y de pronto el gracioso monólogo del vendedor ambulante torna en algo incómodo, molesto. Sandokán se pasea entre los espectadores (se han dejado pasillos entre las butacas para tal fin); la incomodidad aumenta con el hecho de que el cuerpo amenazante se pierde continuamente tras las espaldas, lo cual obliga a girar la cabeza para volver a localizarlo. Hay en esto un uso inteligente del espacio y un reconocimiento de lo corporal: no es lo mismo verlo desde la galería que desde las sillas posicionadas frente al protagonista. Lo físico es palpable. Incluso a través de los fluidos (saliva, sudor) el personaje se hace dueño de su posición, desde la cual contraría la comodidad del público. Tanto peso tiene el cuerpo en la obra, que ciertos silencios durante el monólogo, abruptos y sugestivos, parecen revelar a Sandokán en su totalidad; de súbito ni siquiera la lengua consigue sobreponerse a la poderosa presencia visible del personaje, arrojado en su mutismo repentino. Las dos modalidades se contradicen, y de las risas que en un inicio surgen, pronto se desprenden culpas y cuestionamientos, cuando al humor se contrapone a la brutalidad de los abusos acontecidos en la vida de Sandokán. En ese conflicto, en el vaivén constante de emociones, está lo destacable de la obra. Yendo más allá de la mera representación de la obra, resulta interesante ahondar en las condiciones que rodearon su creación: por un lado, un Farías que vuelve a ciertas escenas de su infancia, que reconstruye una realidad a modo de homenaje con una justa reinterpretación; y, por el otro, la exploración de Pablo Larraín en un entorno ajeno. El movimiento de llevar a cabo un trabajo de esta índole, tomando en cuenta su biografía, dice algo respecto a la obra. Ser hijo de Hernán Larraín trae cierto peso consigo y una supuesta carga ideológica. En este sentido, la obra es un importante paso en el reconocimiento de un otro, de una realidad hostil, enemiga de un estilo de vida que se busca proteger a toda costa; porque el flaite, con todo lo que este conlleva, es el adversario, el paria, el pecador cuya existencia merece ser reprimida con toda justicia, y reconocerlo significa también dar cuenta del lugar propio en la sociedad, con la consciencia de todo lo que aquello implica. Tomar este perfecto retrato de lo considerado antisocial y exponerlo, para lograr problematizar su posición en el imaginario colectivo, es una bofetada a cualquier prejuicio que se pueda tener respecto a la posición política de Pablo Larraín (especialmente en lo concerniente a su inquietud artística), y constituye a la vez la evidencia de una búsqueda más allá de lo impuesto por un contexto socioeconómico determinado. La obra hace surgir una visión que, de tan potente y viva, pareciese ser novedad, por mucho que la rutina haya naturalizado el personaje hasta el punto de la reflexión apática. Tras el protagonista hay mucho de realidad; vive en él lo tangible de miles de vidas afectadas profundamente. Fácil resultaría caer en la parodia superficial y de mal gusto, pero aquí hay algo más que una jerga llena de lugares comunes: se transmite aquí una sensación orgánica, biológica, más cercana a la honestidad animal del instinto que al artificio de la reflexión racional. No es casualidad que, según cuenta Pablo Larraín, Farías deba entrar en una suerte de trance y agotarse físicamente antes de caracterizar al personaje. Tal es el agotamiento y frustración de una vida de miseria, tal es la sensación que transmite esta obra. FICHA TÉCNICA Dramaturgia: Roberto Farías y Pablo Larraín Dirección: Pablo Larraín Intérprete: Roberto Farías Asistencia Dirección: Josefina Dagorret Iluminación: Sergio Armstrong Gráfica: Carola Sánchez Producción: Teatro La Memoria /Josefina Dagorret